Columnas

Ciceronadas

Quien lee a Homero, se traslada a un mundo en el que todo adquiere proporciones cósmicas. Así, nos parece que las murallas de Ilión son tan altas que tocan las estrellas, que el ejército de los aqueos es tan numeroso que se confunde con la llanura, que la descomunal ira de Aquiles puede arrancar a la tierra de sus quicios de un momento a otro, o que no puede haber un dolor más grande que aquel que sintió Príamo ante la muerte de Héctor. En este mundo todo es monumental y hasta los actos más insignificantes, los más pequeños detalles, respiran un halo épico.

Algo similar parece ocurrir cuando nos enfrentamos con las vidas y los hechos de los romanos antiguos, que más que hombres parecen héroes o anti-héroes fugados de la epopeya. Son sus pasiones tan intensas y tan desmedidas sus ambiciones que se llega a pensar que ellos son la viva encarnación de esas pasiones y esas ambiciones. No es raro, por ejemplo, que Gabriel García Márquez hubiera confesado que al trazar la singular fisonomía de los Buendía las terribles imágenes de la Vida de los doce Césares de Suetonio le guiaran el pulso. Y es que al igual que con los héroes homéricos, con los romanos todo adquiere un tono de tragedia y de solemnidad que no puede sino pasmar. La actitud sacrificial y la generosidad sin límites, empapadas ambas de un fino sentido de la dignidad, se mezclan sin más con los sentimientos más viles y ruines, haciendo que al asomarse a los anales de la historia antigua se tenga la impresión de que se está frente a una compañía de actores trágicos que confundió las tablas con la vida. Sobre este trasfondo se recorta la figura de Cicerón y a su luz es posible apreciar de mejor manera su peculiar constitución moral.

Partamos, pues, por el principio. Nace Cicerón en Arpino, patria de Mario, el año 106 a.C. Hijo de una prominente familia del orden de los caballeros, pudo gozar de una educación privilegiada, siendo discípulo tanto de Escevola como de Filón de Larisa. El primero le enseñó las bases del derecho, el segundo lo inició en el estudio de la filosofía, disciplina por la que mostraría un permanente interés a lo largo de su vida.

Los tiempos en los que le tocó vivir fueron turbulentos como pueda haberlos en la historia de la humanidad. Después de haber permitido que las legiones romanas marcharan en triunfo desde las arenas calcinantes de Egipto hasta los umbrosos bosques de Germania, la República mostraba inocultables síntomas de decadencia y desde su seno empezaba a configurarse una nueva forma de organización política más acorde con las necesidades de un imperio tan vasto como el Mediterráneo. Agonizaba la República y sobre su cabeza planeaban las siniestras figuras de los caudillos, que como cuervos hambrientos estaban ansiosos por abalanzarse sobre su cuerpo inerte y así erguirse como amos y señores del orbe. Eran tiempos violentos, en los que la muerte se daba y se recibía con igual facilidad, y en los que una palabra de apoyo o un leve gesto de desprecio dados a destiempo podían resultar fatales. En medio de este caótico mundo creció y se formó Cicerón, y en medio de esa misma vorágine de pasión, crueldad y ambición sirvió como magistrado y cayó muerto al filo de un puñal aleve.

De constitución enfermiza y débil de estómago —Plutarco lo describiría como “delgado y de pocas carnes”—, Cicerón medró en medio de un mundo tan adverso gracias a una bien dotada inteligencia, una rara facilidad para cambiar de alianzas políticas, y una elocuencia irresistible. Como todos los romanos de su tiempo era “sediento de gloria por carácter”, y tenía un genio burlón o epigramático que le valió más de una enemistad, uno que otro exilio y, por qué no, la misma muerte. Vanidoso y autorreferente como el que más, se hacía de trato pesado aún para sus propios amigos, a quienes la repetición ad eternum de sus logros políticos torturaba de un modo indecible. De carácter ecléctico, supo desenvolverse con igual soltura en las discusiones en el foro, los pleitos ante los jueces y los debates filosóficos. Conocedor del griego y juicioso cultivador de la filosofía, tradujo algunas obras al latín y las difundió en los medios romanos. Más de una vez decidió retirarse del mundanal ruido según el consejo de Fray Luis, pero otras tantas la sed de gloria y honores lo devolvió al centro de la arena política.

Cicerón se caracterizó por una gran ambivalencia en su actividad política, cambiando de adhesiones y fidelidades de manera permanente a lo largo de su vida. Hoy con César, mañana contra él, al día siguiente quién sabe. Esta falta de coherencia política lo hizo blanco de críticas de zegríes y abencerrajes, y tal vez fue lo que finalmente lo perdió. Creía en la República y llegó a postergar su fin en más de una ocasión, pero a diferencia de Catón o Bruto, terminó contemporizando con los tiranos; quizá porque era consciente de que el Imperio era inevitable y quería de los males el menor, quizá por simple y vil cobardía.

Ocupó varias magistraturas a lo largo de su prolongada existencia. Fungió como edil, pretor, cuestor, pero sería en el consulado que obtuvo el año 63 a.C. cuando llegaría a la cumbre de su carrea política. Ese fue el año de la conspiración de Catilina, el año en el que la toga y la palabra vencieron a la tosca espada, el año en el que Catón lo llamó Pater Patriae. Después vendrían persecuciones, exilios, algún cargo de cierta importancia, uno que otro coqueteo con el príncipe de turno, pero su estrella nunca más volvió a brillar con el mismo fulgor.

Sin aprobar el proceder de César, no tomó parte en los hechos de aquellos idus sangrientos. Muerto César, cuando tuvo que elegir entre Augusto, Antonio y la República, optó por el primero e hizo a Antonio, nuevo Filipo, víctima de su elocuencia. Cuando los miembros de lo que sería el segundo triunvirato decidieron hacer las paces, se sentaron a una mesa en Bolonia y jugaron a ser dioses; sin mucho escrúpulo, quizás entre risas, se dieron a la tarea de decidir quién vivía y quién debía morir. Cicerón no contó con suerte: Augusto lo canjeó por un hermano de Lépido y un tío materno de Antonio.

Tras conocer que su cabeza tenía precio Cicerón se hace a la mar, pero su eterna indecisión lo hace volver con la esperanza de verse con Augusto y obtener de él, ya la vida, ya la muerte. De camino a Roma cambia otra vez de parecer y en su carrera hacía el mar, a cuenta de un liberto llamado Filólogo que lo delató —¡triste ironía del destino!—, la muerte lo alcanzó cerca de Formia envuelta en el puñal de un cazarecompensas. Corría el año 43 a. C. y Cicerón, para entonces un anciano de 63 años, era llevado por sus esclavos en una litera. Su última visión fue el azul intenso del mar Tirreno; después cerró los ojos y ya no los volvió a abrir. Su cabeza y sus manos, esas que habían concebido y escrito las Filípicas, fueron expuestas públicamente para horror de los romanos. Su lengua corrió con peor suerte: cayó en manos de Fulvia, mujer de Antonio, quien se dio a la ominosa tarea de pincharla hasta decir basta con la peregrina idea de callar una elocuencia que se oirá por toda la eternidad.